Éxitos, mitos y fracasos: ¿quién era el autor de El juguete rabioso y Los siete locos? ¿cuánto hay de construcción propia o de auténtico destino? Como sea, hoy Arlt forma parte del canon nacional pero siempre su queja burlona antisistema quedará flotando para ser retomada y recreada, como en el unipersonal presentado en la sala Luisa Vehil por la dupla Marilú Marini - Diego Velázquez.
Por Sofía Leibovich
“Yo era una esperanza. Y una esperanza sin proporciones es siempre superior a una realidad mensurable”, dice Diego Velázquez en Escritor fracasado. “Mis veinte años prometían la gloria de una obra inmortal. Bastaba entonces mirar mis ojos lustrosos, el endurecimiento de mi frente, la voluntad de mi mentón, escuchar el timbre de mi risa, percibir el latido de mis venas para comprender que la vida desbordaba de mí, como de un cauce harto estrecho”, continúa el actor. La adaptación de Marilú Marini y Velázquez, estrenada en 2017 en el TNA-TC, es un unipersonal basado en un cuento de Roberto Arlt (“Escritor fracasado”, incluido en El jorobadito y otros cuentos), autor argentino de la primera mitad del siglo XX. Aborda temáticas que están ligadas con la biografía de su autor: el éxito y el fracaso literario, la función de la crítica y su hipocresía, lo que la vida podría haber sido y lo que efectivamente fue. Velázquez le da voz y cuerpo a un burgués soberbio –posición social que, por cierto, Arlt nunca ocupó, siempre con problemas económicos–, que se cree brillante pero es incapaz de demostrarlo. La reposición de esta obra recupera un texto no tan conocido del escritor –al menos, en comparación con sus novelas– que se centra en la tragedia (colmada de regodeo narcisista) del escritor que no puede escribir.
Mucho se ha dicho y teorizado sobre Roberto Arlt. Que no sabía escribir, que jamás fue reconocido por sus contemporáneos, que era un adelantado para su época. Él también se encargó de construir su propio mito. Como explica Sylvia Saítta en El escritor en el bosque de ladrillos, cambió su nombre –decía que se llamaba Roberto Godofredo Christophersen Arlt–, su fecha de nacimiento, se jactaba de haber sido expulsado “por inútil” de tercer grado de primaria, cuando en realidad aprobó quinto grado. Además de escritor, Arlt fue periodista –especialmente distinguido por sus “Aguafuertes Porteñas”, crónicas en el diario El Mundo–, dramaturgo, crítico teatral y cinematográfico. Fue también inventor (siempre fracasado) de artefactos como medias de goma prácticamente irrompibles, o máquinas para fabricar ladrillos, obsesión que traslada a los protagonistas de sus novelas, a la manera de Erdosain y su manía por crear una rosa hecha de cobre. Se nutrió leyendo “baja literatura”, folletines baratos, traducciones españolas de libros de aventuras como los de Rocambole, textos esotéricos y ocultistas que marcaron su producción literaria y periodística. Sus temas predilectos eran la ciudad moderna y los seres marginales que la habitan –prostitutas, proxenetas, individuos desdichados, de clases medias y bajas como Erdosain o jóvenes marginales como Silvio Astier–, utilizando el lunfardo, un lenguaje por momentos agramatical y que se asemeja a una traducción española imbuida de porteñismos. El universo arltiano está protagonizado por locos, personajes que quieren hacer una revolución –que nunca se concreta–, con una fuerte crítica hacia la moral burguesa. El decir está enrarecido, su idioma está hecho de mezclas y voces disímiles, imposible de imitar. Ricardo Piglia decía que cualquiera puede corregir una página de Arlt pero nadie es capaz de escribirla.
Velázquez exclama, con voz profunda y en bata: “Reconocí asustado que, salvo un escándalo transitorio, no había producido nada. Estaba girando en descubierto, es decir, sobre lo que prometía mi brillante juventud”. Escritor fracasado es el monólogo de un personaje que quiso ser célebre, o incluso odiado, suscitar algún tipo de reacción de sus semejantes; al no poder escribir, se convierte en un fraude, en crítico, defenestra a los escritores que admira, se transforma en mentor de jóvenes promesas, dice estar trabajando en una obra genial que nunca ve la luz. Todo esto mientras exclama: “Sin embargo el público (la eterna bestia) insistió en no leernos, en ignorar nuestra existencia”. El personaje interpretado por Velázquez establece una relación paradójica con el gran público: por una parte, lo detesta y por otra, anhela fervientemente su aprobación. En paralelo, Arlt elaboró, a lo largo de su vida, una imagen de sí mismo como el escritor defenestrado por los críticos, ocupando siempre una posición fronteriza, liminal. Dice en el prólogo a Los lanzallamas: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia”. Luego expresa: “En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches. De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables: ‘El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.’ No, no y no”.
A pesar de que se autorretrata como el eterno fracasado, o al menos, como el escritor que jamás satisfacerá a los críticos, Arlt ganó varios premios por sus novelas –en especial por El juguete rabioso y Los siete locos– y fue reconocido como periodista por su desempeño en el diario El Mundo. Es cierto que nunca alcanzó la fama de un Borges, que sus éxitos literarios nunca fueron apabullantes, pero tampoco era un completo desconocido. Saítta señala que “Arlt desdeña el reconocimiento de los pares –pues no lo considera suficiente–, y busca un reconocimiento que la crítica oficial no está dispuesta a otorgar. ¿Cómo ser rupturista y buscar, al mismo tiempo, el aval de la tradición?”. De modo similar al personaje de su cuento, Arlt quiere inmiscuirse en el canon, desea ser aceptado por el gran público, esa “eterna bestia”.
El escritor uruguayo Juan Carlos Onetti escribe, en ocasión de su muerte en 1942: “El tema de Arlt era el del hombre desesperado, del hombre que sabe –o inventa– que sólo una delgada o invencible pared nos está separando a todos de la felicidad indudable, que comprende que ‘es inútil que progrese la ciencia si continuamos manteniendo duro y agrio el corazón como era el de los seres humanos hace mil años’. Hablo de un novelista que será mucho mayor de aquí que pasen los años –a esta carta se puede apostar– y que, incomprensiblemente, es casi desconocido en el mundo”. La predicción de Onetti se cumplió: hoy en día la literatura de Arlt se enseña en las carreras de Letras, sus libros son constantemente reeditados (y por grandes editoriales como Losada o Planeta), hasta el punto que la literatura argentina se torna impensable sin sus obras, en gran parte gracias al escritor y crítico Ricardo Piglia. Es interesante preguntarse cómo hubiera reaccionado Arlt ante su canonización, ¿habría visto en ella el reconocimiento que tanto deseaba? ¿o la habría considerado como un insulto, como la evidencia de que sus textos ya no “encierran la violencia de un cross a la mandíbula”? La incertidumbre que suscitan estas preguntas puede vincularse con la relación ambigua que Arlt mantenía con la crítica oficial.
Velázquez enuncia: “Acaso la tragedia de la vida no se reduce a aquella obra de arte que un día les prometí a mis semejantes y que no construí nunca”. Tanto el cuento como la adaptación teatral exploran qué sucede cuando un porvenir maravilloso termina en desilusión, en aridez literaria. Arlt, en cambio, fue un escritor prolífico: en sus 42 años de vida escribió cuatro novelas, cerca de setenta cuentos, una docena de obras de teatro, y muchísimas “Aguafuertes”, al ritmo de una por día durante cinco años. Para él, dedicarse a la literatura era un lujo, como dice en el prólogo ya mencionado: “No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo”. No hay que tomarse demasiado en serio los mitos que Arlt construye sobre sí –como fue remarcado, su carrera de cronista fue exitosa, pudo viajar como corresponsal por América latina y Europa– pero es verdad que nunca fue un burgués.
Más allá de los numerosos escritos sobre Arlt y su obra, hay algo del enigma que sobrevive, mitos, anécdotas y “realidad” confundidas. Por ejemplo, Onetti cuenta que, una mañana, sus compañeros del diario Crítica lo encontraron llorando en la redacción, en frente de una rosa mustia. Cuando le preguntaron qué le pasaba, contestó: "¿Pero no ven la flor? ¿No se dan cuenta que se está muriendo?".
La reposición en el TNA - TC es una oportunidad para revisitar la obra de Arlt, su imagen de escritor y su compleja relación con la crítica. Sin ánimos de hacer una lectura biográfica, por momentos el soliloquio pareciera aludir a la experiencia del periodista. Velázquez dice: “Yo también hubiera querido ser odioso a alguien. Escribir páginas malditas, que los otros leen recatándose de sus prójimos, porque creen ver en ellas una alusión a su fisonomía espiritual, y luego rabiosos, indignados o asqueados, las arrojan al canasto, fingiendo ante el autor que jamás las han leído”. En Arlt hay una tensión entre el deseo de ser ese “escritor maldito”, que impugna a la burguesía, que trastoca los modos “correctos” del decir, con la pretensión de ser admirado por el público. ¿Quién fue, entonces, Arlt? ¿Fue un inventor fallido, hijo de inmigrantes de clase media baja, lector ávido de novelas de aventura, un hombre que no dudaba de su genialidad, un cronista célebre, un marginal, alguien que lloraba ante una rosa marchita? Probablemente un poco de todo eso y más.
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