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SALA TOMADA

Ni utilitario ni decorado

Carmen Baliero, compositora de música para obras de teatro, explica su peculiar punto de vista sobre el trabajo con el sonido en el escenario. Fuera de las opiniones convencionales, la artista sigue sus intuiciones sin complejos y defiende el lugar de su métier.

Por Franco Lapalma y Sol Putrino



“Trabajo en el teatro, pero no voy”, afirma, avasallante y osada, Carmen Baliero. No va, dice, para no perder a todos sus amigos Tampoco iría a ver Edipo Rey, obra en la que trabajó en 2019 en el Teatro Nacional Argentino - Teatro Cervantes. Con la misma sinceridad, lanza críticas acerca de cómo el teatro porteño desplaza a la música a un mero rol utilitario. Convencida con su postura estética, sostiene que trabajar en el arte nada tiene que ver con las amistades: “Con el enemigo podés estar totalmente afín en la materia. No tiene que ver con la personalidad, tiene que ver con el concepto sobre el teatro”.

Vamos por orden. Carmen Baliero es música y aunque defenestra al teatro, es una de la principales referentes de la música para esa disciplina artística. Dirigió a Cristina Banegas en Molly Bloom y compuso música para obras clásicas: desde tragedias griegas hasta Chéjov y, también, para obras de reconocidos autores argentinos como Griselda Gambaro y Mauricio Kartun. Con un extenso currículum, Baliero se considera antiacademicista y buena parte del año vive en Jujuy trabajando en talleres de música experimental para chicos. Integra un trío junto a Wenchi Lazo y Carlos Vegap, con quienes ensaya todos los martes hasta las once de la noche: juntos preparan la grabación de su cuarto disco.

Carmen habla vertiginosamente, con audacia y es precisa con los términos: “No dije obligatoria, dije que no es necesaria”, corrige cuando se le pregunta a qué se refirió al mencionar –en alguna ocasión– que la música en el teatro no era obligatoria. Simple: si no se necesita no es necesaria, lo importante es que no se la use para dar color y servir como ornamentación. De lo contrario, estaría significando que la obra es una bazofia y se aprovecha de la música para salvarse un poco de su horror estético.

Para Baliero, la música no se trata de buenas voluntades. Se ríe y entre chistes dice que su peor enemigo es León Gieco: “Siempre tiene que haber un drama para que él gane plata y, a su vez, mostrar que apoya: va corriendo como Superman. Con Romina Tejerina, con Santiago Maldonado... en todos lados está León Gieco con los Ray Ban cobrando royalties”. Sí, para hablar con Baliero tenemos que perder temor a su impunidad. Ella polemiza sin ingenuidad y, si bien puede nombrar a algún artista del campo cultural, la cosa acá no es personal. Sus críticas se enfocan hacia cómo el mercado del arte conduce el comportamiento de los productores y, también, de quienes consumen. En sus palabras, Buenos Aires es un “supermercado cultural”.



Insiste en que el artista se debe correr de su personalidad y dejarse de joder con el narcisismo (sic). Hay que deshacerse del disparador para no vender la buena voluntad del productor y transformar al arte en un panfleto: “Yo tengo una canción por los desaparecidos y nadie lo sabe pero, curiosamente, unos presos me invitaron a trabajar en la cárcel después de escucharla”. Desde este lugar la compositora le exige al artista: “Andá y hacé: disolvete en la materia. No opines de lo que opinás”. Con la mira en la autonomía del arte, se opone a sacrificar a la música en pos de un hecho social, o dicho desde su tenaz expresión, “en pos de una horda de sobreexcitados que están pidiendo una respuesta y una identificación”. Y aclara que jamás cantaría en Plaza de Mayo.

Podría suponerse, siguiendo con su lógica, que nunca se atrevería a cantar o componer himnos. Otra vez nos sorprende: “Hice un himno: ‘Alta en el cielo’”. Retomemos, Carmen “defenestra” al teatro pero trabaja en él, se opone a sacrificar al arte en pos de un hecho social pero compuso un himno nacional. ¿Acaso elaboró un antihimno y de esa forma podría justificarse? Precisamente lo que produjo fue un himno a la “patria desgarrada”. Responde que “Alta en el cielo” pasó por un proceso denominado “espejo”, es decir, “a los intervalos menores los hice mayores y al revés hice lo mismo. Quedó una cosa rarísima, mezclé toda la letra de ‘Aurora’: ‘Azul un ala se vuela con el viento; audaz se eleva, se estrella en el mar; del sol nacida se incendia con el fuego y la desgarra un águila de tal’. Aparecen las mismas palabras pero destruyendo a la patria”.

Carmen se asume como apátrida debido a que constituir una patria implica matar a alguien: o para ocupar el lugar o para cuidar la frontera. En esta línea, manifiesta su reflexión respecto a cómo se educa en la sociedad. Una sociedad jerarquizada y tercerizada, con actores en la pirámide y con otros a sus pies. Tal como lo reproduce el teatro: “Hay gente que ya tiene años de teatro y se piensa que estoy al servicio de ellos”. Refiere al autoritarismo de los actores y actrices que hacen de la música un elemento secundario. Componen sus personajes mientras la música les sirve de entrada o salida, es decir, de apoyo. Pocas son las veces que producen una canción teatral en donde los actores se admitan como texto corporal y vocal. Por eso es que Baliero habla de “música en el teatro” y no “para el teatro”, razón por la cual llamó a su libro La música en el teatro y otros temas, publicado por el Instituto Nacional del Teatro en 2016.



El propio Teatro Nacional hace eco de este pensamiento social que comenta la compositora. Con un matiz anecdótico relata cómo los actores disponen de camarines enormes y mejor condicionados a diferencia del espacio chiquito que a ella y a su grupo coral les tocó en la puesta de Cristina Banegas en el TNA. Ellos –los actores– son los protagonistas y el coro una banda de choque en equipo: “Nosotros no nos separamos. Y eso debería ser todo el teatro: un equipo. Una escalera jerárquica reproducida en el teatro”.

Outsider por elección, alejada de las modas y las costumbres teatrales, a Carmen la cansa mucho la idea de que en Buenos Aires, todo debe ser interesante. “Por ejemplo –cuenta–, los actores son adictos a los talleres: todos van a una misma reflexóloga, todos le creen a una bruja que uno consiguió porque te lee el iris. Como decía mi abuela: ‘Todo es demasiado’. No tengo ganas de estar viendo once cosas para que me interese algo. Pero no porque sea bueno o malo: no me interesa que me interese.” Y mientras se despide entre afectos, deja latente una reflexión: debido a que el actor siempre pregunta cómo se ve, en vez de cómo se escucha, sería interesante –para romper de alguna manera con esas erradas jerarquías– incorporar en la construcción actoral la enseñanza sonora. Parece obvio pero lo dijo Carmen, sin pelos en la lengua.

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