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SALA TOMADA

Celebrar la muerte y festejar la vida

Luego de la emoción generada por uno de los ensayos de Los nacimientos, las Jóvenes periodistas de Sala Tomada decidieron dirigirse a la Villa 31 para conocer un poco más de la historia detrás de la obra. De ese lugar de inquietud y empatía surge este relato.

Por Florencia Orué, Carolina Micale y Victoria Vidal


Nuestro camino comenzó una mañana en Retiro, un sábado lluvioso de agosto, como tantos recorridos que comienzan en una estación de micros. Fue en el puente número 5 de esa terminal que empezamos a caminar rumbo a la Villa 31 guiadas por Javier Swedzky, co-director de Los Nacimientos junto con Marco Canale. En realidad, perdón por la contradicción, pero no comenzó en Retiro sino mucho tiempo antes, en Plaza San Martín, con La velocidad de la luz.

Planteada como un recorrido escénico, La velocidad de la luz, obra anterior de Canale, partía desde Retiro hasta la Villa detrás de la terminal. En ese viaje, mientras las actrices atravesaban las calles de la Ciudad de la Furia, se remontaban a lugares muy lejos de allí, donde permanecían sus propios recuerdos. Contando sus historias y la del barrio, sus viajes migratorios, sus supervivencias, las mujeres abrieron un espacio de encuentro entre Buenos Aires y sus lugares de nacimiento, esparcidos por toda América Latina.

“¿A qué lugar del pasado les gustaría volver?” “¿Con quién quisieran encontrarse?”. Con estas preguntas comenzaba una acción que involucró al público en un relato rizomático, que se desplegó en múltiples raíces. Pequeñas ventanas que se abrieron ante un mundo entero. Uno de los relatos derivó en la noción de los “tantawawas” y esta palabra de origen aimara es la que tendió el puente a lo que años más tarde sería Los Nacimientos. “Elijo las comunidades que me parece que iluminan un poco el tejido de la ciudad”, comentaba Marco Canale, co-director de Los Nacimientos, quien un tiempo antes de regresar a la Argentina había estado trabajando en Guatemala con colectivos sociales y comunidades indígenas. Desde chico la separación villa-ciudad le resultó muy fuerte; en un contexto donde esto parece haberse naturalizado, le interesaba expresar y resaltar esa dualidad “formal”.



Mientras caminábamos por las calles empedradas y los charcos que dejaba la lluvia, Javier nos comentó que la primera idea que pensaron para la obra fue el vínculo con los animales y su emplazamiento en la figura del títere. Sin embargo, fue la complejidad de esta idea inicial lo que terminó derivando en una forma más sencilla y pura: la masa. La harina, el agua y la masa. Y fue así como de la masa nació el pan. Y del pan, los muertos.

El pueblo originario Aimara es el que nos presenta la palabra “tantawawas” –pan de muertos– combinando “t’ant’a” que significa “pan” y “wawa” que significa “niño”, relativo a las figuras que se realizaban. Los “tantawawas” surgen en la celebración del Día de los Muertos. Parte de una tradición ancestral, se realizan en diversos países de América del Sur. “Todo idioma guarda un misterio”, señala Canale. En esta práctica las personas moldean y cocinan figuras de pan para conectarse con sus muertos y darles ofrendas. Diversas formas aparecen a través de ellos: escaleras, para que puedan subir al cielo, Soles y Lunas por los días vividos y animales y figuras que recuerdan aquellas cosas que los muertos amaban. Y es así como a través de estas figuras, buscan dar vida a aquellos recuerdos cantados y responder a la pregunta: ¿cómo recordamos a nuestros muertos?

Después de adentrarnos en los estrechos callejones de la Villa 31, algunos pocos asfaltados y otros de barro, nuestra primera parada fue La Capilla, lugar que se utilizó para los primeros ensayos de La velocidad de la luz. La nave no era muy grande, cinco o seis filas de bancos de madera se extendían a ambos lados de un corto pasillo. En el altar un montón de vírgenes, de diferentes tamaños y estilos que representan varios lugares del país y de América Latina, posaban ante nuestros ojos. De lejos, podían adivinarse las goteras: algunas de las figuras estaban acorraladas y otras cubiertas por plásticos para evitar el deterioro. Javier nos explicó que detrás de la nave estaba la sala donde las mujeres se reunían. Antes de cada ensayo, se juntaban a desayunar y al volver por el mismo pasillo, en medio de esa sala oscura y silenciosa, las vírgenes con sus diferentes banderas parecían resplandecer.




Continuamos el recorrido por la calle comercial del barrio, donde los vecinos hacían las compras y el olor de varias parrillas inundaban el ambiente. Mirando los puestos del mercado, caminamos hasta llegar a una plaza de cemento. Frente a ella, nuestra parada definitiva: La Casa de la Cultura, donde nos esperaban las mujeres, las contadoras de historias, las actrices. De diferentes países como Bolivia y Perú, y de diferentes provincias argentinas. Nos saludaron cálidamente, como si fueran abuelas nuestras y sus caras representaran una curiosa familiaridad. Mientras nos ofrecían el desayuno, que constaba de té y cremona casera, fuimos conociendo a cada una de ellas, con sus trenzas largas, sus canas, sus largos años vividos, sus sonrisas y sus cuerpos inquietos.

La mayoría de estas mujeres vive en el barrio hace más de diez años; algunas se conocieron a través del taller, pero las demás ya se conocían. “Éramos un grupo de abuelas que estábamos en la iglesia, íbamos ahí a cocinar y a comer. Y después de comer todo nos íbamos a nuestra casa. Sólo hacíamos eso”, dicen. Marco Canale, creador y director, se contactó con el cura de la iglesia que lo presentó al grupo. Sobre el hecho de elegir mujeres mayores para la actuación de la obra, Canale expresó que esa decisión lo ayudó a reencontrarse a sí mismo luego de regresar al país: “Estaba perdido en mi ciudad. Tenía mucho miedo a la muerte. Pensé, ¿cómo trato de entender esta ciudad en la cual me siento extranjero? Bueno, voy a tratar de entenderla desde la gente mayor. Me mostraron una conexión muy fuerte con los ancestros”.

“Al principio no me gustaba, soy muy sincera, nos enseñaba tonterías”, admitió Marta, una de las actrices, mientras las demás reían. Hace cuatro años que Marco y Javier trabajan con ellas. Para Los Nacimientos tuvieron que prepararse durante un año y medio, sin siquiera empezar a actuar formalmente. “Pero fui estudiando y estudiando, y me despertó algo. Algo bueno. Ahí entendí”, concluyó la actriz.

Antes de comenzar con las escenas, Javier las guió en un ejercicio corporal. Vimos, entonces, la vitalidad de sus cuerpos. Hicieron una ronda, se tocaron las manos, las caras, las orejas, los cuellos y las mejillas. Se masajearon el cuerpo. Se estiraron, bostezaron y sacudieron todo. Respiraron, y sacando la lengua con la boca bien grande, hicieron de leonas, mientras que compartían tímidas risas al hacerlo. Nos contaron que, para ellas, llevar adelante todo eso había sido un logro: “Sobre todo a nuestra edad. Las verdaderas actrices empiezan a los 7, 8 años y nosotras con nuestros sesenta y largos (algunas más), recién estamos aprendiendo”.



Finalmente, realizaron el ensayo de diferentes escenas, que estaban atravesadas por diferentes voces, alternados dialectos y múltiples historias. Probaban, como de a pasos, los textos y las secuencias con la masa. Se recordaban las partes susurrando por lo bajo y se hacían correcciones entre ellas. Coordinar semejante grupo no es sencillo y Javier debió llamar su atención cada vez. Algunas, incluso, se divertían llevándole la contra para molestarlo. “Es difícil coger al buey viejo –decía una de ellas–, somos personas mayores, él que es joven nos vino a domar.” Otra, riendo, le remató: “Vos serás vieja, yo no. Tengo el espíritu joven”.

La primera de las escenas que vimos en el TNA –realizada por Flora Solano y Beatriz Spitta–, relataba la historia de un padre y de un accidente en una mina. Terminó en la amputación de sus dedos. Sin embargo, lejos de sonar una historia triste, se tiñó de baile y música: el trabajo en la mina se hizo más duro pero su padre nunca dejó de tocar el charango. La siguiente historia, relatada por Ana María, era la de una bebé melliza, prematura. Su padre solía contarle que, al nacer, era tan pequeña que entraba en una cáscara de nuez donde dormía por las noches: en una mitad la recostaba y con la otra la tapaba.

“Todas son cosas de nuestra vida pasada, algunas cosas se modifican pero todas las historias son verídicas”, contaron las mujeres sobre las historias de Los Nacimientos. De todas ellas, algunas pocas habían hecho teatro antes; pero nunca de esta forma, desde lo comunitario: “Me pareció fascinante ir creando algo, uno mismo y entre todos a la vez. Verlo crecer”, afirmó Beatriz. Para Paula Severi, otra de las actrices, también: “Estaba acostumbrada a que me dieran un personaje y estudiarlo de memoria. Pero acá no; fue como hacer terapia”. Porque para construir la obra, partieron de la práctica de muchos trabajos que no aparecen explícitamente en ella, sobre sus nacimientos, los nacimientos de sus hijos, los partos. “Fue una maratón de psicoanálisis: remover todo eso y hablarlo. Como una forma de exorcizarlo”, explicó Paula.

Al concluir el ensayo, las saludamos con un afectuoso abrazo, y la promesa de reencontrarnos en otro ensayo abierto al público, en el TNA. Partimos hacia Retiro, mientras nos señalaban el camino de vuelta. La tarde había traído más calma a la 31, aunque todavía la lluvia no quería ceder.

Sería ingenuo no notar que en los relatos que componen sus memorias y forman parte de Los Nacimientos, la muerte siempre está presente. Sin embargo, está teñida de humor, se enlaza con la vida y crea historias que bordean el realismo mágico. Los relatos se fusionan con la ficción y lo documental, con lo real y lo fantástico. Y es así como Los nacimientos habla de eso, de nacimientos, de crear historias que cruzan lenguas y dialectos, que crean humores y lágrimas, que construyen imaginaciones y dejan lugar a esa mezcla tan agradable entre la realidad y lo increíble.


Ficha técnica

Los nacimientos

Elenco: Adelaida Franco, María Rojas, Candelaria Ospina, Flora Solano, Francisca Vedia, Roberta Reloj, Paula Severi, Marta Huarachi, Beatriz Spitta, Esther Romero, Ana María Pico y Marta Giménez.

Texto y dirección : Marco Canale y Javier Swedzky.

Asesoría en canto: María Merlino.

Dirección musical: Juan Baya Casal y José Tolaba.

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