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Un patio de reinas

Reseña de Reinas abolladas, la comedia de Victoria Varas y dirección de Azul Lombardía, estrenada en abril de este año en la sala María Guerrero y reestrenada el primer fin de semana de julio, oportunidad que aprovechó una Joven Periodista para escribir esta vuelta al teatro presencial.

Por Lucía Esteban




Si miras por la ventana mientras la oscuridad se filtra y el cuarto es como una jarra amarilla, hay un ángulo, hay un momento, en que se puede ver que cada madre lleva una mujer colgada al cuello arrastrándola– su propia madre que la agarra y la hunde en la luz que se apaga.Sharon Olds



Afuera, en la fila, hace un poco de frio. Pero al entrar en la sala, hoy convertida en el fondo de una casa baja, el calor se va apoderando del cuerpo y poco a poco se puede sentir el clima que se vive en ese patio de pueblo repleto de colores contrastantes. Paredes amarillas, cortinas verdes y rojas, la luz del sol atraviesa el cuadrado del patio y dibuja sombras sobre la medianera. Hay mucho tiempo para contemplar esa escenografía, sobre todo para les puntuales espectadores que ingresaron a la sala María Guerrero. El primer fin de semana de julio volvió el teatro presencial en la Ciudad de Buenos Aires y Reinas abolladas, obra de Victoria Varas dirigida por Azul Lombardía, fue la que protagonizó este regreso en el Teatro Nacional Cervantes.

Hay tiempo para observar la escenografía porque el público entra de a poco, de a dos personas (separadas), previo control de temperatura, aplicación de alcohol en gel y revisión de las entradas con código QR. Una fila se ocupa, otra fila no, se usan dos asientos mientras dos butacas quedan levantadas. Así es mucho más fácil notar quiénes son las personas que vienen solas y quienes vienen acompañadas. El protocolo se respeta y se lleva a cabo de forma ordenada, la gente incluso pregunta si se puede ir al baño, ya que se intentó reducir al mínimo la cantidad de personas circulando por los pasillos. El público respeta todas las medidas, solo algunos distraídos se descuidan y bajan sus barbijos, pero siempre hay alguien del personal de sala que llama la atención y eso se revierte. Les acomodadores corren por los costados del teatro, indicándole a la gente dónde ubicarse. La entrada y la salida tienen otro ritmo, todo es más lento, más organizado. Respetar las distancias distiende el tiempo y, si bien puede resultar un poco tedioso por momentos, casi todxs parecen estar convencidxs de que son estas las nuevas formas que se deben respetar para volver a los teatros de forma segura.


Ese tiempo de más acostumbra los ojos al escenario, al patio sumido en un calor agobiante que encierra y contiene a las protagonistas. Es el fondo de la casa materna de una familia de mujeres que vive en un pueblo cordobés, a finales de los años 90. Allí se encuentran las hermanas alrededor de una madre, matriarca, tratando de sobrellevar el hastío del verano y del lugar, durante el fin de semana de los carnavales. Se hunden en un espiral de parloteo y griterío sordo entremezclado con mates y cigarrillos, el ruido no cesa. La madre de todas se siente libre de opinar sobre los cuerpos y las decisiones de sus hijas, criticarlas y marcarles un camino. Las hermanas, como satélites, siguen su órbita, son las pequeñas madres que probablemente repliquen lo mismo con sus hijas. Esta dinámica familiar, aplastante como el calor veraniego que las consume, también las alimenta para seguir. Hablan durante toda la tarde, critican a cada persona del pueblo, buscan en las miserias ajenas un antídoto para la propia tristeza. Es que la fecha trae nostalgia: el recuerdo del logro compartido por casi todas de haber alcanzado el puesto de reinas en el carnaval evoca viejas ilusiones de juventud, sueños que quedaron truncos y la memoria de una hermana suicida. Si bien por momentos se respira melancolía, todo el diálogo entre las hermanas está cargado de humor y chistes ácidos. El elenco de actrices pone el cuerpo a esas palabras con mucha naturalidad, las discusiones y chicanas se dan de forma espontánea, como si realmente se tratara de una familia. El público ríe con las discusiones entre las mujeres y en más de una ocasión, los parlamentos y gestos de Mónica, personaje interpretado por Maruja Bustamante, se llevan sus aplausos extra.

El único varón que aparece en escena es el novio de Inés, hija de una de las hermanas y heredera díscola de la tradición de las madres. El novio, al mejor estilo grunge, con su melena de Kurt Cobain, no entra en el territorio blindado del patio. Su espacio son los márgenes que rodean a esa casa: la calle, la plaza. La puesta en escena juega con plataformas móviles y desniveles del escenario que aportan dinamismo y, a la vez, separan los espacios. Tanto Inés como su novio visten colores oscuros y mucha ropa de jean, contrastando con los colores del patio y la vestimenta de las madres. Mientras la música que suena en el patio son los programas de radio del pueblo, cada vez que la pareja de adolescentes aparece se escuchan acordes de guitarras eléctricas y riffs de conocidas canciones de rock. De esta manera, se marcan bien las diferencias y la distancia que Inés intenta poner al centro gravitacional del que busca separarse. Es que ella está dentro y fuera de ese tiempo en el que vive su familia, ella puede narrar la historia, se dirige al público y reflexiona sobre lo que ve, porque es la que puede cuestionar esa vida, los cercos del mandato que ni su madre ni sus tías han podido saltar.



Inés vaga por las calles con su novio buscando una salida a ese espiral materno que la coacciona y la expulsa. Está enemistada con un modo de vivir y de ser mujer, con lo que esa manada de madres tiene para ofrecerle. Pero ¿cómo liberarse? ¿Escapándose con un novio no aprobado por la familia? ¿Envolviéndose en la contracultura de turno? ¿Pasando las tardes en el ciber del pueblo? ¿Suicidándose como su tía? ¿Estudiando una carrera en la capital? Ella es el eslabón que se rompe y se niega a continuar con la cadena de desgracias, mediocridad y sueños desgastados.

Pero esa ruptura tiene costos. El enojo, la culpa, la mirada de las madres arrastrándola del cuello dificultan la decisión. No es fácil labrar el propio destino, no es fácil librarse de la tradición ni del mandato, no es fácil construir una historia con la historia que se ha recibido pero la clave está en la búsqueda, en el inconformismo e Inés encarna toda esa potencia de la juventud que llega para cuestionarlo todo. Y así como ella se encuentra en esa exploración personal, la obra también puede pensarse como una exploración a nivel teatral. Mientras la escena del patio toma elementos del teatro costumbrista y hasta del grotesco, la irrupción de lxs jóvenes con sus discursos declamatorios, interpelaciones directas al público y sus coreografías entre los desniveles del escenario, rompen no solo con la quietud del patio familiar sino con una forma quizás más “tradicional” de concebir el teatro. Reinas abolladas pone en escena una pregunta por la identidad tanto desde el punto de vista de los personajes como al reflexionar sobre sí misma como obra, haciendo explícita una interrogación a las tradiciones sociales, familiares y teatrales.

Mientras ocurre esa búsqueda, las madres pueden regresar al carnaval y el público puede aplaudir, otra vez, un espectáculo de pie en un teatro físico, en un teatro de carne y hueso donde se vuelve a sentir, sobre todo, el calor.





 


Ficha técnica

Autoría: Victoria Varas. Dirección: Azul Lombardía.

Con: Florencia Bergallo, Maruja Bustamante, Sasha Falcke, Bruno Giganti, Lucila Mangone, María Marull, Juliana Muras y Mónica Raiola.

Música: Mariano Otero.

Escenografía: Santiago Badillo.

Vestuario: Victoria Nana.

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