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¿Qué hay cuando no hay nada?

  • gestiondepublicos
  • 21 nov 2024
  • 3 Min. de lectura

Una Joven Periodista de Mar del Plata, la misma ciudad donde se crió Toto Castiñeiras, escribe sobre el corazón inspirador de Las lágrimas de los animales marinos, el que anida en la infancia entre la espuma del mar. 


Por Paloma Doti



Cuando el mar no baña a nadie. Cuando los churros no se llenan de arena, la piel no se quema y las sombrillas no tapan al sol. Cuando los edificios del centro no tienen inquilinos turistas y se convierten en filas de persianas cerradas. ¿Qué queda en la costa? ¿Qué hay cuando no hay nada? Con angustia, uno de los apodados “hombrecitos” en la nueva obra de Toto Castiñeiras, Las lágrimas de los animales marinos, hace resonar en la sala María Guerrero esta pregunta. La historia narra la muerte de un abuelo oriundo del mar y el retorno al pueblo de playa de su nieto, quien debe reconocer el cuerpo del hombre que lo crió. La costa se empapa de nostalgia: es el recuerdo de lo que ya no está. 


Visitar una ciudad balnearia fuera de estación provoca la misma sensación que visitar una sala de teatro vacía. Algo debería estar a punto de suceder, pero no sucede. Estas ciudades esperan pacientemente durante el largo invierno al despejado cielo de diciembre para empezar la función. Son habitadas para refrescar y divertir, pero abandonadas cuando no pueden hacerlo. Todo de ellas es alegre y por eso son profundamente tristes. Son pueblos que nacieron para que hombres serios de negocios y niños revoltosos pudieran divertirse por igual cuando las olas estallan. Aunque primero aparecen en nuestro país a semejanza de los balnearios europeos y como pasarelas de las clases altas, para el momento de la infancia de Toto Castiñeiras, ya tenían una larga trayectoría en otro rol. El derecho a zambullirse empezó a democratizarse, a volverse populares, hacia mediados del siglo XX: las vacaciones pagas, los hoteles de los sindicatos, el ferrocarril. El balneario se hizo de todos, funcionando como símbolo de prosperidad y diversión. Se hicieron bulliciosos, risueños, coloridos. 



Recuerdan a la infancia y a un país que siempre parecía ser mejor. Son los dientes enredados con hilos de choclo, los castillos de arena borrados por las olas y los amigos que uno hizo en la playa. El tren que ahora no lleva a ningún lado.  Las risas, las quemaduras, los dedos arrugados por tanto tiempo en el mar. Las vacaciones que las familias ya no se pueden tomar. Los pilusos, las sombrillas, las mallas coloridas, los anteojos de sol, las ojotas. El pelo enredado, la despreocupación total. La costa es la inocencia y la alegría. La prosperidad y la esperanza. La pena, el dolor y la incertidumbre están alejados de esos recuerdos. 


La magia de la historia que nos cuenta Toto Castiñeiras es que se trata de la historia de todos.  Al igual que un niño que crece y abandona su inocencia, el vacío y deterioro de los balnearios reflejan el paso del tiempo y los cambios sociales. El reencuentro con la playa significa admitir que hay tiempos dorados que perdieron su brillo. Admitir el fin de la infancia propia, es admitir el fin de la del país. El vacío de la ciudad deja desamparados a los personajes de la obra. Cuando el nieto de Las lágrimas de los animales marinos vuelve al lugar de su infancia, muchos fantasmas aparecen. “Se muere alguien y se vuelven a morir todos los muertos”, dice el personaje de La Flaca, amiga del hombrecito. Llora a la ciudad, llora a su abuelo, llora ser adulto. El tren fantasma en que se ha convertido el pueblo durante el largo invierno revela al protagonista el paso del tiempo de su propia vida. Descubre que ya nada volverá a ser lo mismo, que el verano de felicidad simple ya pasó y no habrá más temporadas. Esto se sentencia con la muerte de su abuelo que le enseñó cómo hacer la plancha mientras observaba el cielo celeste, preparándolo para el momento en el que ya no lo sostuviera más. El hombrecito reflexiona sobre qué hizo y qué pudo haber hecho. Y nos deja preguntándonos lo mismo.


En este relato conmovedor, se abandona la sala pensando en cómo eran las cosas. Lloramos a nuestra ciudad, a nuestro abuelo, a nuestra adultez. El director puso el ojo en eso que toca demasiadas fibras sensibles, cuenta nuestra historia, la propia y la del país. La de todos. Estas lágrimas de animales marinos arrastran cada granito de arena de nuestras playas y nos devuelven al mar.


 
 
 

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