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Fusión criolla y europea de las artes circenses en la nueva obra de Toto Castiñeiras

  • gestiondepublicos
  • 15 nov 2024
  • 5 Min. de lectura

Crítica 3 de Las lágrimas de los animales marinos.


Por Javiera Miranda Riquelme





El clown, dramaturgo, actor y director teatral argentino Toto Castiñeiras estrenó en el Teatro Nacional Cervantes su obra Las lágrimas de los animales marinos, que combina los lenguajes del teatro, la danza, el musical y el circo, afectados mutuamente en el ensamble de tradiciones criollas y europeas. Con esta obra, el marplatense y artista del Cirque du Soleil, marca una distancia respecto de “lo circense” en el circuito teatral porteño.


La historia presenta a un joven, “el Nieto” (Gonzalo Carmona), quien recibe un llamado para volver al departamento de su infancia con el propósito de reconocer un cuerpo, el de “el Abuelo” (Guillermo Angelelli). El departamento está ubicado en una ciudad costera y el Nieto es acompañado hasta allí por “el Amigo” (Ignacio Torres) y “la Flaca” (Payuca). El espacio los recibe de manera accidentada. Pareciera que su estructura y los objetos que la habitan lloran, sufren, se descomponen y contagian su estado de ánimo de los recién llegados. el Nieto, el Amigo y la Flaca se asoman al balcón y tratan de desentrañar los significados posibles de esos sentimientos y recuerdos que brotan ante el clima costero y sus colores. Un joven, “el Pibe en bicicleta” (Gregorio Barrios), los mira desde abajo y, más tarde, llega al departamento “la Vecina” (Chacha Alvarado), amiga del Abuelo, para narrarles cosas terribles de un modo ingenuamente cómico.


El relato comienza in media res. Y aunque es posible identificar los saltos temporales, el Abuelo y un eco cantor y narrativo -a cargo de Julieta Laso- señalan desde un costado escénico los segmentos temporales que está presenciando el espectador y los conceptos poéticos que los rigen. 

El tópico de volver a ese hogar de origen frente a un paisaje natural que evoca recuerdos posee vasos comunicantes con la dramaturgia de las hermanas Marull o la de Ignacio Sanchez Mestre. La acción se detiene en algunas escenas que buscan ser más dramáticas y reposadas, pero recuperan potencia ahí donde los parlamentos se vuelven más breves, rítmicos y descarnados.


Las actuaciones están relativamente definidas respecto de los tonos dramáticos o cómicos, con excepción de Payuca y Chacha Alvarado, cuya paleta de emociones abarcan de manera notable rasgos tan tristes como graciosos. Ambas ofrecen interpretaciones creíbles con una cadencia sin afectaciones ni imposturas.


Las lágrimas de los animales marinos es una obra de dimensiones: teatro, circo y música crean sentidos en simultáneo mientras ensamblan una misma trama. Al conflicto central se suma un grupo de trece intérpretes físicos y musicales. La calidad de sus destrezas es el punto fuerte de la puesta en escena.


Puesta en escena que es tan heredera del teatro criollo como del circo europeo. En los entre actos continúa el despliegue de destrezas al estilo de los hermanos Podestá aunque también de la forma en la que el Cirque du Soleil renovó la estructura de los espectáculos circenses desde la década de los 80. Entre estos apartes, se encuentran un monólogo a cargo de Payuca, una interpretación de danza-fusión folklórica y contemporánea a cargo de Ezequiel Posse y una danza clásica estadounidense de tradición jazz a cargo de Jorge Thefs, quien de manera notable arrastra una escena festiva hacia la melancolía y la falta de aliento.


En ocasiones, la fuerza física de los intérpretes se lleva puestos a los personajes en un sentido lúdico. Esta apuesta podría parecer arbitraria para los espectadores ajenos a las artes circenses, pero responde a una identidad sumamente arquetípica del circo: un grupo de intérpretes vestidos a rayas como parte de la tradición de aquellos circos que exhibían personas “raras” o “fenómenos” como los retratados en el cine por Tod Browning en Freaks (1932) o por David Lynch en The Elephant Man (1980). También, de la tradición de ese circo que deslumbra con las destrezas que exhiben acróbatas, escapistas, ilusionistas, malabaristas, contorsionistas y swingers, como retratara de manera más idílica Win Wender en Las alas del deseo (1987).


Este colectivo de intérpretes “raros” matiza la trama y también las acciones de los actores: un luchador libre (Pleitto Castillo) hace de una tarea doméstica un enfrentamiento de ring; una criatura traviesa juega al escapismo con los placard de la escenografía (Julieta Raponi); un bailarín representa alegóricamente a través de la danza el espíritu poético de una de las utilerías en escena (Boris Bakst); un clown amenaza con interrumpir el espectáculo (Oliver Carl); una acróbata y una  bailarina por momentos se roban el show con la repetición de sus destrezas y técnica (Consuelo Rodríguez y Rocío García); y un bailarín de estilo libre se irrumpe con movimientos de breakdance (Marcelo Martínez).


Los animales marinos son también quienes mueven las tarimas con ruedas sobre las que está levantada parte importante de la escenografía y donde pasan la mayor parte del tiempo los actores. El escenógrafo Gonzalo Córdoba expande hasta dimensiones operísticas la tímida tarima con la que Castiñeiras puso en escena su obra Voraz y melancólico (protagonizada también por Ignacio Torres). El movimiento de las tarimas levanta la sospecha de que hay fuerzas invisibles que habitan el espacio y que no siempre son los personajes quienes crean la acción, sino que también es la atmósfera la que acerca la acción a los personajes. Es este grupo de intérpretes el que más adelante sostendrá y profundizará, cerca del final de la trama, el caos festivo y lúdico que ofrece el circo.


El telón de fondo del espacio escénico está dividido en dos, abierto para dejar entrever el detrás de la infraestructura. También un tramoyista sin interpretación ficcional se sumará al movimiento de la utilería en un guiño a los engranajes que sostienen el show.


En cuanto a la dimensión sonora de la puesta, los músicos complejizan la obra coqueteando con el teatro musical. Lucía Gómez, Lucio Mantel, Maximiliano Más y Julieta Laso bajan y suben del escenario frente al público sin ocultar su camino a la ficción (como en una pista de circo). Anuncian por micrófono el tempo con el que arrancarán su interpretación, sin esconderlo, a capela. Y afinan sus instrumentos en vivo mientras se realiza la obra. Es decir, un lenguaje de transparencia respecto del suceso estético. 


También ensamblan música criolla con valses centroeuropeos, polcas y gypsy, además de canciones románticas que provienen de una maltratada radio a pilas de la Vecina. Los gags y destrezas, además, tienen su costado sonoro con bocinas, semicorcheas sobre cajas parecidas a las marchas de Julio Fučík y platillos que vibran para marcar el remate de un suceso cómico.


El folklore y el lenguaje criollo de Ojo de Pombero; la multitud y el teatro físico de Dos; la sonoridad de Cantar de Charabón; la danza e ingenuidad de Patricio y Julieta; y los amores animales y frustrados de Voraz y melancólico han decantado en esta gran puesta en escena.


Al igual que los fundadores del grupo Libertablas subieron al escenario de la sala María Guerrero un área del teatro no tan presente en el circuito teatral porteño como lo es el teatro de objetos, Toto Castiñeiras hace lo propio con las artes circenses. Con Las lágrimas de los animales marinos Castiñeiras se distancia de las experiencias clown más exitosas del teatro porteño como las de Gabriel Chamé Buendía, en un afán interdisciplinario y consciente respecto de las tradiciones artísticas con las que dialoga. No se clausura ni se restringe a ningún género. Por el contrario, experimenta y fusiona sin mandatos.


 

Texto y dirección: Toto Castiñeiras.

Intérpretes: Chacha Alvarado, Guillermo Angelelli, Gregorio Barrios, Gonzalo Carmona, Payuca, Ignacio Torres, Boris Bakst, Oliver Carl, Pleitto Castillo, Rocío García Loza, Lucía Gómez, Julieta Laso, Lucío Mantel, Marcelo D. “Coco” Martínez, Maximiliano Más, Ezequiel Posse, Julieta Raponi, Consuelo Rodríguez Fierro, Jorge Thefs. Vestuario: Daniela Taiana.

Escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez.

Iluminación: Alejandro Le Roux.

Música: Lucio Mantel.

Coreografía: Luciana Acuña.

Sala: Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815).

Funciones: jueves a domingos, a las 20.

Duración: 120 minutos.


 
 
 

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